miércoles, 10 de diciembre de 2008

Simplemente es

Llueve. Al menos eso creo. Son las 14.33 de un frío y desagradable 3 de diciembre. Hay días que amanecen así. No son mejores ni peores, simplemente son. Quizá los idóneos para sentarse delante del teclado con una buena taza de café humeante, un radiador templando los pies y miles de ideas chorreando en la cabeza dispuestas a salir y darse un paseo por la blancura del folio.
Taca taca taca taca taca…, tecleo, taca taca taca taca…, retroceso… Tecleo, borro, borro, tecleo…, así sucesivamente hasta conseguir que la idea juguetona sea plasmada con acierto.
El frío. La calle huele a frío, los abrigos huelen a frío, la gente cuando llega de la calle desprende olor a frío y un gris profundo y serio impregna cada rincón de esta pedregosa ciudad. El frío y el gris. No son tristes, simplemente son.
La única ventana que me conecta con el exterior en este angosto despacho tiene un cristal translúcido que me niega la visión exterior. Por eso no sé si llueve o nieva, sólo intuyo que hace frío. Porque lo huelo.
Lo que sí tengo claro es lo poco atractivo y halagüeño que es el paisaje que me espera al otro lado de esa ventana. Alguna vez me aventuré y forcé el grueso travesaño que hace las veces de cerrojo y conseguí abrirla. Gran decepción. Me quedo con el cristal translúcido. No es un consuelo, quizá sea mejor así. Si pudiera ver cada instante lo que realmente sucede al otro lado del cristal la situación sería nefasta: bloques interminables de pisos y un inmenso cachivache de dimensiones indescriptibles que puedo alcanzar con mi mano si abro la ventana. Debe ser un invento para el aire acondicionado…, ese con el que en verano se pasa frío y en invierno calor. Paradojas de la vida. No sé si es bueno o malo, simplemente es.
Con ese cristal que me invita a pequeñas dosis de luz natural cada mañana y me niega cualquier nitidez exterior me siento más a gusto. Sí, más a gusto. Me atrevería a decir que hasta más feliz. Sí, más feliz. Así puedo imaginarme lo que quiero ver ahí fuera. Derrochando imaginación soy más libre y por ende más feliz.
De pequeña leí un libro cuyo título no recuerdo, -esta memoria selectiva elimina de un plumazo cualquier información que considere inoportuna y ocupe espacio-, pero sé que hablaba de un televisor apagado y las ventajas que éste tenía pues podías ver en él cuantas imágenes se te ocurrieran. Eso me sucede a mí con esta mi ventana. Ayer quise ver nevar, el otro día veía a gente pasear con ropa de verano, -me apetecían cuatro rayitos de sol calurosos-, recuerdo que también he visto el mar y en alguna ocasión campos amarillos y dorados sembrados de girasoles y trigo bien sequito. Y hoy, ¿qué veo hoy? Ahora quiero ver y veo chimeneas humeantes, como las de mi pueblo. Esas que se erigen soberbias sobre los tejados y que sin descanso alguno regurgitan humo casi durante todo el día. Es un humo gris, oscuro, que bien se distingue de la claridad que el cielo coloca como fondo, y que desprende un olor a tizón y leña quemada de lo más agradable. Tan agradable que casi alimenta. Lo tengo tan cerca que casi puedo olerlo desde aquí. Eso es lo que veo, y lo veo hoy, un tres de diciembre gris, frío y desapacible, que no es ni bueno ni malo, simplemente es.